viernes, 12 de enero de 2018

"Un rojo aullido en el bosque", de José Adiak Montoya

     En esta nouvelle, Montoya reescribe el relato de Caperucita Roja y el Lobo. Aquí Caperucita será ahora una pobre niña de catorce años, semi urbana, semi rural, víctima de la modernidad; el bosque será la ciudad; el Lobo, un pederasta dueño de un exitoso prostíbulo; y el cazador, un escritor disfrazado de periodista. La merienda es, naturalmente, ron.
     El libro está escrito de forma un tanto dispareja, si se puede decir: en la primera parte asistimos a un texto dificultoso, por lo rancio y apenas poligonal; luego el texto se desenlaza un poco, y vemos el avance de Montoya dotado de mayor fluidez, aunque durante todo el texto permea una desidia técnica y una evidente lasitud creativa.
     La estructura del texto está dividida en dos voces: la de la niña, cuyas intervenciones están narradas en segunda persona; y las del periodista-escritor-cazador con algo de sobreviviente angustioso de la modernidad, escritas en forma de confesión o memoria. Ambas voces avanzan intercalándose en forma de siete bloques textuales, dándole a la nouvelle un movimiento temperamental -no estilístico, ya que esto requeriría otra potencia técnica- que oscila entre el texto escolar y el thriller psicológico, entre la novelita rosa y el clásico noir.
     En la primera parte, que identifico hasta la primera noche de la niña en la casa prostíbulo, noto las enormes dificultades de Montoya para establecer su texto en la leyenda: no supo extraerse de sus propias convencionalidades sobre el relato original para dedicarse al dominio de sus personajes, que quedan así reducidos a marionetas, entes que apenas alcanzan a ocupar un ángulo y despedir una bisectriz. No ayuda el pobrísimo arsenal poético desplegado por esta promesa de Centroamérica: en la obra de Montoya la tristeza explota y el alma está rota, las miradas se comen la tristeza y a las niñas les rompen la vida, las mujeres se ahogan en un "mar de amor", como buenos satélites de un supuesto hombre-sol. Así, estos textos de la primera parte, que parecen escritos por un bot, un drone o un help desk, nos traen al paladar un caramelo de calcio, mitad césar aira y bastante de josé mármol. Los personajes son planos y maniqueos, con excepción de Lina, la joven administradora del prostíbulo y a su vez antigua niña abusada por el Lobo.
     Una vez que Montoya abandona los esfínteres del tropo y la urgencia de ser poeta, y se dedica a narrar, la obra mejora mucho: la narración se hace más fluida, los cuadros se oxigenan, y es el personaje de Lina el que, aunque completamente predecible, la hace respirar. Es de subrayarse que Lina es un personaje por completo montoyano, no perraultiano; quizá por eso es que funciona, y es donde Montoya urde su mayor destreza.
     Lamentablemente la obra no pasa de ser un ejercicio profundamente kitsch, en el que Montoya no exhibe ninguna verdadera consciencia estética, sino que al revés:  de forma constante se nos marca textualmente la pretenciosidad de la hechura de la copia. En realidad ni siquiera se nos muestra la leyenda de Caperucita, ni sus moralejas; como anotaría Adorno, o algún amigo suyo, se nos muestra su proceso de copiado. Huelga decir que el reprimidísimo final feliz de Montoya aniquila toda última y posible esperanza de creación estética.
     Si en tu consultorio odontológico requieres llenar tu canasto de sala de espera, te recomiendo comprar este libro en el Huembes. No te costará casi nada, sólo necesitas haberlo escuchado en tu niñez para entenderlo y tus pacientes no sabrán que los has insultado, o no te lo harán saber mientras blandes tu taladro de ortodoncia y te haces algunos pesos.